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La ajenidad de lo familiar

Para estupor de algunos, la familiaridad no necesariamente coincide con la consanguinidad. Clínica y cotidianamente abundan los ejemplos de personas que no encuentran, pese a su esfuerzo y la culpa concomitante, un espacio respetuoso de su subjetividad en el seno de lo que nuestra sociedad ha dado en llamar la “familia nuclear”.

De ser así, una vez que llega el momento de concluir que se trata de diferencias con las que no se comulga, ciertas coordenadas amorosas de algunas dinámicas familiares pueden posibilitar un registro atento de estas hiancias para reinventar un vínculo que lleve las trazas de la particularidad de cada quien, instaurando ciertos límites y abstinencias que permitan una relación viable, acogiendo la novedad personal.

Pero también suele suceder que a partir de su registro, dicha brecha se torne irreconciliable al ser condición sine qua non para el sostén de la relación familiar el aceptar la invitación a alienarse como sujeto tras el yugo de los mandatos y demandas del Otro. Sin embargo borrarse como sujeto allanándose a los caprichos o exigencias del Otro nunca propicia un verdadero vínculo. Desaparecidos como sujetos de derecho y de deseo sólo se ingresa en un derrotero, en una encerrona padeciente en la que la mayoría de las elecciones vitales no representan a ese alguien más que en el intento de llevar adelante una empresa imposible: satisfacer al otro, dar con la medida de lo que se supone que lo colma. Existen vidas hipotecadas, detenidas en función de semejante fantasma, profesiones, trabajos y hasta parejas escogidos en tanto sean “convenientes” o armonicen con el discurso familiar. Abundan inhibiciones, síntomas y angustias en toda su diversidad derivadas de semejantes desapariciones subjetivas (fading del sujeto para Lacan en el Seminario XI). Sin olvidar que tal terreno facilita situaciones abusivas, estragantes y agresivas en todo sentido.

Hace falta coraje para disponerse a rechazar en acto lo que representa a alguien de manera aplastante, aquellas nominaciones recibidas históricamente que no velan por el respeto necesario a la subjetividad. Implica un trabajo costoso a partir del cual poder apostar a la apertura de otros espacios que, aunque inciertos (por no estar señalizados o facilitados por el reconocimiento del otro), nos permitan alojar nuestras trazas distintivas, nuestras particularidades y nuestras faltas ya no en términos de defectos o de sentimiento de inadecuación.

Es que leídas desde el amor, las faltas también pueden resultar tiernas, simpáticas, atractivas, plausibles de causar deseo, cuidado e interés. Y ello aplica para cualquier vínculo.

Pues bien, en muchos casos la opción para llevar adelante una vida en nombre propio y dejar a un lado la promesa de un destino fatalmente impuesto implica un corte con estas funciones y escenarios hechos de significantes, imágenes y goces familiarmente instituidos. Corte doloroso. Y aliviante también.

Por Maria Sette

Psicoanalista