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La propuesta psicoanalítica

Desde el dispositivo analítico se apuesta a la singularidad del sujeto alojando su modo particular de malestar invitándolo por la vía de la palabra y a través de la escucha a elaborar y transformar el sufrimiento, aquello que duele, lo que urge, lo imposible de soportar en algo menos nocivo e inhabilitante.

Ubicado en las antípodas del dominio y la sugestión se distingue de otras terapéuticas en tanto desde su neutralidad el analista no apela a dirigir al paciente sino la cura, absteniéndose de juicios personales, de consejos bien intencionados y de inyectar sentido al discurso del sujeto.

El psicoanálisis interroga al sufrimiento en su dimensión de saber (no sabido) y así propone al paciente un recorrido y un trabajo en dirección a abandonar su posición de padeciente para devenir analizante. Llevar a cabo dicho trabajo analizante implica para cada quien el realizar la experiencia del propio inconsciente, desentrañado algo del saber que lo determina en su particularidad de sujeto y producir así la escritura de su singularidad.

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Angustia y saber

La angustia, afecto penoso y difícil de soportar, se comporta como algo súbito e inquietante que conmueve la economía subjetiva. Según el margen de tolerancia de cada quien puede transitarse a duras penas para extraer de ello un saber o evadirla anestesiándola por la vía farmacológica, puede dejarnos paralizados o empujarnos a la dimensión del acto.

Hay algo opaco en ella, una presencia que escapa a lo simbólico, un resto irrepresentable hecho de goce pulsional, aquel que proviene del propio cuerpo. La angustia como signo de lo real, opera traduciendo y señalando la confrontación del sujeto con lo real sombrío del goce, con aquello más inefable que habita al sujeto en su extimidad.

En sus entrañas alberga una certeza que funciona por fuera de la significación, al modo de un enigma en la cadena significante en la que el sujeto busca su ser. Se trata pues de una certeza referida a lo real que se presenta por la vía del sufrimiento; un signo que lo real le emite al sujeto. Es por ello que la angustia no es en sí misma un mensaje, no se dirige al Otro, sino al propio sujeto, concerniéndolo e interpelándolo.

Se trata de un afecto que no engaña respecto de lo real, que no se encuentra reprimido ni es inconsciente y que esencialmente demuestra lo que sucede cuando en la dimensión del significante aparece lo más cercano y lo más extraño a su vez: el objeto.

Pese a que la angustia es un afecto presente e inevitablemente reconocido en el ser hablante desde siempre, el modo en que la civilización la ha concebido y le ha otorgado un tratamiento, es decir, “las amarras de la angustia”, según la expresión de Lacan, han ido mutando históricamente.

Desde sus albores, el psicoanálisis le otorga un lugar privilegiado, esencial en la medida en que la angustia se concibe como la vía regia a través de la cual el sujeto puede acercarse y capturar algo acerca de su deseo y de su ser de goce.

Muy al contrario, desde otros discursos y abordajes que anulan, o más bien, forcluyen la dimensión del sujeto y la pregunta por la causa del malestar, la angustia posee para ellos una connotación negativa y no se busca otra cosa que erradicarla inmediatamente por la vía del fármaco y la sugestión.

En la experiencia analítica se tratará de desangustiar claro que sí, pero tomando la angustia como vía privilegiada en dirección a extraer un saber singularísimo sobre aquello que le concierne al sujeto en semejante certeza dolorosa e inefable. Es que la angustia no engaña y representa el costo a asumir para acceder a un saber imposible de hallar exclusivamente por la vía del significante, de los semblantes. Es decir que desangustiar en este sentido le permite al sujeto aprehender un saber sobre su ser de goce, un goce que así logra ser cernido.