El gran malentendido
El otro no nos colma, nunca, por suerte. Pasa que al enamorarnos es inevitable fantasear que el otro ES.
Que sea lo que nos falta, lo que nos completa es una ficción que tarde o temprano cae y se nos impone la alteridad.
Esa novedad, esa disonancia que introduce el otro en su singularidad altera las cosas, para bien o para mal.
Cuando las cosas marchan no hay mucho para analizar. El tema es cuando la diferencia no resulta amable, cuando no hace lazo y el intento de ser dos no deja de tropezar.
Cierto es que el malentendido es condición estructural de las relaciones humanas. Empero el problema se presenta cuando se torna insondable y conduce al malestar permanente, un constante cortocircuito que denuncia que dos deseos pueden no articularse pese a que haya atracción. Que la situación anhelada entre dos sea una postal del pasado o un paraíso siempre porvenir dice mucho. Dice lo que le cuesta escuchar a nuestro narcisismo. Eso claro, si hay lugar para un vínculo con otro, esa especie de ánimo de amar la otredad. Sino, se tratará de saltar de vínculo en vínculo sin acusar recibo. Pero bueno, ese será otro capítulo. De momento pensemos en esa reiteración de la diferencia que duele, que se vive desde la ajenidad intempestiva, que entristece, que nos sume en la impotencia permanente y así destina a sentirse extremadamente solos estando con alguien.
No todo es comprensible, interpretarlo todo solo conduce a una espiral de locura paranoide y solitaria, parecida a la que se desencadena al pretender educar al otro para que sintonice con lo que deseamos.
Educar es un imposible (curar y gobernar también diría Freud). No va. Y por qué asumirlo cuesta tanto entonces, tenemos todo el derecho a preguntarnos.