El discurso de nuestra época suele desconocer y hasta desmentir el estatuto de la falta en su verdadero alcance de motor, de condición de deseo. Sin embargo, desde tiempos fundacionales, nuestra subjetividad se irá estructurando a partir de las pérdidas que nos están irremediablemente destinadas en tanto seres hablantes. Para todos y cada uno la entrada en el lenguaje tiene su costo: deja al ser humano herido de incompletud. La entrada del viviente en el mundo del lenguaje implica la pérdida del goce absoluto. Por consiguiente, existirá siempre algo que “no cesa de no inscribirse”. Sin embargo, así como hay pérdida hay posibilidad de recuperación bajo la modalidad del no todo.
Condición estructural decíamos, a la que Freud se refiere en términos de “castración”, pérdida fundante que agujerea lo real, agujero a nivel del goce que se produce por efecto del lenguaje, trauma del que siempre quedará un resto inasimilable que ninguna simbolización podrá colmar o suturar de manera absoluta. Siempre restará algo inasimilable de dicho trauma.
A lo largo de la vida cada duelo operará como ocasión para una nueva inscripción de la castración. Cada vez, una nueva traza tiene posibilidad de advenir, de crearse, actuando como momento propiciatorio para elevar la pérdida a la categoría de falta estructural. En este sentido, el duelo posee para Lacan una función esencial como “resorte fundamental de la constitución del deseo”, como instancia de subjetivación, momento de creación, nueva ocasión para inscribir un trazo simbólico inédito que bordee el agujero producido en lo real a partir de lo que se ha perdido esta vez y las anteriores. Dicho entramado simbólico sobre la pérdida real tiene por efecto el relanzamiento del vector deseante hacia su movimiento metonímico.
En el tratamiento de las pérdidas reviste particular importancia la capacidad que adopte cada quien para hacerles lugar, para registrarlas y operativizarlas pese al malestar que le deparen. Cierto es que, en ese proceso de subjetivación el Otro tiene su parte. No nos detendremos aquí sobre esta cuestión pero cabe mencionar que no es lo mismo que nos alojen y acompañen en el encuentro con la falta, prometiéndonos seguir adelante en base a ciertos significantes propiciatorios de nuestro potencial, a que nos dejen a solas o nos adjudiquen ciertas nominaciones que más bien tienden a inhibirnos, detenernos o estigmatizarnos prometiéndonos algo del orden de la maldición (las “maldicciones” a las que se refiere la Dra. Silvia Amigo en “Clínica de los fracasos del fantasma”) aunque casi siempre sean emitidas en nombre del amor o de las mejores intenciones.
Habitamos una época en la que “soltar” se ha convertido en un término trillado al punto que muchos tatuajes recuerdan la poca puesta en acto que conlleva. Asimismo el “sanar” se ha romantizado como un proceso casi incorporal. Pero para los seres hablantes perder duele horrores y muchas veces esa herida opera al modo de una efracción difícil de cicatrizar. Cuesta mucho, siempre. En cada ocasión, se tratará de una puesta a prueba de la estructura subjetiva. Sobre todo porque un estado doliente conmina a abandonar la pereza para ser atravesado, impone un trabajo que no todos están dispuestos o preparados para encarar. Sucede que, además de requerir de una temporalidad, transitar y tramitar un duelo apela a ciertos recursos simbólicos que el sujeto puede no tener en su haber o pueden hallarse suspendidos temporariamente por alguna particular razón. A menudo, ante la desaparición de ese alguien/algo significativo, muchos sujetos se aferran a la renegación inicial, el duelo se detiene y no se avanza hacia la inscripción de la pérdida en términos de falta estructural. Se trata de una potente resistencia, un “deseo de no saber nada acerca de ello” y así el trabajo de duelo se ve obturado.
La cuestión es que sin pasar por dicho trabajo de registro y elaboración, atravesando umbrales inquietantes de angustia e incomodidad, muchos sujetos optan por desmentir la pérdida suplementándola con cualquier anestesia (socialmente admitida o no), llámese adicción al trabajo, sexo, comportamientos compulsivos, uso de psicofármacos, terapias de todo tipo que prometen el olvido o la evasión, consumo de sustancias o cualquier otra cosa que lo distraiga, aunque siempre temporariamente, de la angustia, el recuerdo sufriente, el malestar. De este modo, el parlêtre se condena al mal encuentro con las tensiones y el sufrimiento inherentes a la herida abierta a perpetuidad dejada sin elaboración tras la pérdida acaecida, que tarde o temprano se reedita ante cualquier afrenta de la realidad o cuando las evasivas pierden efecto y vuelve a “sangrar”.
No querer saber nada de las faltas deja al sujeto atontado al sepultar sus posibilidades de cuestionamiento y sometido a los “ataques” de sus asuntos más íntimos, sufridos en lo real del cuerpo, en desbordes que surgen a sus espaldas con la marca de la extraterritorialidad que él mismo le ha adjudicado al intentar desentenderse.
Apostar a saber de ello e inventar un saber hacer con ello opera como vector fundamental de un proceso que no tienen nada de lineal, directo ni inmediato, comandado por una ética subjetiva, la del deseo que estructuralmente implica la falta y breva de ella. El psicoanálisis con sus herramientas hechas de palabra propone un tratamiento de este orden junto a un otro que escucha e interviene sin sugestionar, sin presuponer soluciones ideales ni dar consejos en nombre del Bien, en las antípodas de toda terapéutica que promueva un discurso de dominación. Devenir analizante promueve y es promovido por una escucha presente, atenta que invita a atravesar las heridas, inscribir lo perdido en el camino, animarse a hundirse por momentos en el barro para salir más lúcido, habilitado por un mapa singular de marcas que oriente en la invención de un saber original para seguir adelante en nombre propio.